miércoles, 7 de marzo de 2012

La crisis de España


Por su interés reproducimos aquí íntegramente el artículo siguiente:
Por Francisco Javier Sánchez Sinovas (Abogado cántabro).
España atraviesa una profunda crisis económica y financiera que lleva al cierre de muchas empresas y comercios y al drama de millones de ciudadanos en paro, debido a lo insustancial del crecimiento económico  anterior basado en el ladrillo y en la especulación. A la debilidad secular del tejido industrial español, se unía el gasto alocado de las administraciones y el consumismo desmesurado de los particulares. Crisis económica que compartimos con buena parte de los países de nuestro entorno.


Pero junto a esta crisis económica de caracteres universales, en España arrastramos como propia una severa crisis política, institucional  y autonómica. Son absolutamente necesarias reformas económicas y laborales en nuestro país, si queremos una economía pujante y productiva, pero hay que acometer también reformas en el ámbito político, de las instituciones y del Estado autonómico, no debiendo dejar que pasen los años para que la recuperación de la economía  conserve al final  incólume la pesada e insostenible organización territorial y política de España, en la que quieren seguir teniendo cabida multitud de municipios, comarcas varias, entes insulares, cabildos, diputaciones y comunidades autónomas. Desde Europa nos han recordado en varias ocasiones que nuestro país se ha convertido en una selva en lo económico y en lo político, con leyes y normativas variopintas emanadas de instituciones de todo tipo que suponen una rémora para una adecuada regulación de la economía y un lastre para la creación de empresas y de puestos de  trabajo.
Total de altos cargos en España y su coste (datos de 2009). Reunificando los 5 girones en que fue troceada Castilla se ahorraría notablemente.
Por tanto, es hora de que abiertamente se debata en la sociedad española si queremos seguir dando acomodo sin más a las numerosas élites políticas locales en ese variado entramado institucional, o si lo primordial es que unas instituciones reducidas y eficaces sirvan a la ciudadanía en la mejora de su prosperidad laboral y económica y faciliten el ejercicio de los derechos y el cumplimiento de los deberes cívicos; en definitiva, trazarse como objetivo una reforma sustancial de la organización administrativa de España que coadyuve realmente a la prosperidad de sus ciudadanos (que no súbditos) a los que deben dar cuenta de verdad y con transparencia de todas sus actuaciones y gestiones.
Hace unos días el presidente de Cantabria, Ignacio Diego,  dijo que “estamos desnudos, no hay un euro”. En términos similares se han pronunciado otros presidentes autonómicos. El caso es que todos ellos han querido seguir moviéndose alegremente en sus cortijos ajenos a una crisis que no parecía ir con ellos, despilfarrando el erario público en proyectos peregrinos y manteniendo toda clase de organismos inútiles. Y siguen malgastando el dinero de todos en embajadas regionales y en televisiones autonómicas que son solo puro soporte propagandístico de los reyezuelos de turno.
Conviene recordar a los dirigentes de los partidos políticos españoles de dónde arranca todo esto: de su voluntad particular de inventarse todas las comunidades autónomas posibles a partir del ambiguo articulado del Título VIII de la Constitución (que llegó a hacer casi posible una Comunidad Autónoma de Segovia), del engorde de las comunidades regionales con competencias que nunca debió transferir el Estado (sanidad, educación y administración de justicia) y que ahora son incapaces de gestionar, y de su descarada pretensión de creerse imprescindibles para los demás (como aconteció en la reunión en Madrid de los defensores del pueblo regionales). Todo ello aderezado con las mentiras de acercar la administración al ciudadano, de acabar con el centralismo -cuando se han creado otros- o de preservar supuestas identidades regionales en peligro de extinción (como si estuviéramos en África). No hay que olvidar tampoco la presión de los nacionalismos periféricos para dejar al Estado vacío de contenido, erigiendo las regiones donde gobernaban o gobiernan  en mini-naciones con dictaduras lingüísticas, a la vez que soportaba la sociedad española los zarpazos de los terroristas.  Autonomías que hoy resultan imposibles de sostener como intuyen cada vez más ciudadanos, pero que los políticos quieren mantener a toda costa, porque muchos no saben ya hacer otra cosa.
Y nombremos la bicha: Castilla. Castilla era la culpable del centralismo, del franquismo y de todos los males que aquejaran a las demás regiones, ese era el tópico que circulaba. Y a la vez la extensa Castilla era un campo abonado para la invención en su territorio de autonomías no pedidas por nadie, cuando no rechazadas como fue la negativa de Guadalajara a su inclusión en una región de nuevo nombre que iguala una comarca natural con una región histórica en la que ya está englobada. Me refiero a “Castilla-La Mancha”, obra del político ucedista Antonio Fernández Galiano que se inventó tal nombre y una bandera para tal región de la que se encargó personalmente de excluir a Madrid, para ser el “mandamás” de su alumbrada región, como afirmaba Ramón Tamames. O como la de Cantabria, de la que hasta el escritor y periodista catalán Arcadi Espada ha dicho que “es un invento, y que le hubiera ido mejor con Castilla y León”, proponiendo el discurso de la agregación frente al de la diferencia, pero de la que siguen saliendo justificaciones pueriles basadas en el paisaje diferente al de la Meseta o en el valor guerrero de los antiguos cántabros. O como la de La Rioja, invención autonómica de raíces vitivinícolas para una provincia de solo 300.000 habitantes.  O como la de Madrid, convertida en escaparate y trampolín para políticos desconocidos y otros más famosos que van del Ayuntamiento a la Comunidad o viceversa.
Federico Jiménez Losantos ha hablado de la débil cohesión de España como producto de la partición de Castilla en cinco autonomías, refiriéndose a que Madrid sigue siendo el motor económico de las dos Castillas, a las que sigue llamando por su nombre verdadero, Castilla la Vieja y Castilla la Nueva. Muchísimos millones de euros nos ahorraríamos los ciudadanos si España se organizara en 13 comunidades autónomas en vez de 17, si desaparecieran las diputaciones provinciales, si se fusionaran unos municipios en otros, si dejara de existir una cámara superflua como el Senado, o simplemente si esta clase política se dotara de más sentido común y tuviera siempre presente de donde procede un presupuesto público: de los impuestos que pagamos todos los españoles.
Los grandes partidos con presencia en el parlamento español deben tener altura de miras, ser valientes y quitarse la pereza a la hora de acometer estas reformas imprescindibles en la organización territorial del Estado, que deben ir acompañadas de otras como la de la Ley Electoral. Es lo que muchos ciudadanos les pedimos y les trasladamos desde nuestro hartazgo por su pasividad ante la gran crisis política que sufre España en lo institucional y en lo organizativo, que no hace sino agravar la crisis económica que padecemos los españoles.

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